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Puro SOHO: Tokio ya no nos quiere


[CAPÍTULO 1] Puturrú de Fuá | Cada vez que vuelvo a Tokio me las llevo a ellas. Pasear por sus calles, por sus interminables rascacielos, su colorido, sus gentes. Es como empezar de nuevo. Me imagino con las cuatro, solo, de su mano. Mirando alrededor como si fuera la primera vez. Me maravilla esa ciudad, me maravilla ir con ellas.

La noche de Tokio está escondida. Casi como en cualquier parte donde haya algo de vida a esas horas. Sus paredes, sus edificios y sus locales esconden la realidad. Es ese tipo de noche que no quisiéramos que acabara nunca. Los karaokes dejan escapar algunas voces desafinadas que entonan al unísono el More than this de Brian Ferry. Al final se nos cruza un antro donde marcan el chupito a precio europeo. Apenas se bebe otra cosa. Por sus calles, plazas y dentro de esos pequeños e inhóspitos bares sirven un licor blanco que huele a viaje exótico y que invita a perder la noción del tiempo y el lugar en el segundo sorbo. Casi como en casa, donde nos perdemos a base de machacas que nos hacen subir a lo más alto y no recordar, que es al fin y al cabo de lo que queremos.

Cinco taburetes nos esperan. Oxidados, como si se tratara de cualquier bar de carretera y una vieja radio que dejaba escapar música japonesa. Al camarero no le importaba que sus clientes esnifaran cualquier cosa. De hecho se le veía unirse a la fiesta en cada grupo que le reclamaba. Al tercer trago me levanté y fui al servicio. Era una caja de cerillas. Algunas gotas de sangre sobre el pequeño lavabo y gemidos que rompían el lamento de la música. Todo era desorden. Mire al espejo y apenas distinguía mi silueta, que sorteaba varios escupitajos y la suciedad propia del lugar. Y allí estaba. Tokio, madrugada, ellas cuatro y mi figura en el espejo.

Resulta curioso que un espejo termine resultando el mecanismo con el que nos llegamos a encontrar a nosotros mismos. Alguna que otra vez me ha pasado. Mirar fijamente, sonreir, hacer una mueca, guiñar. Incluso he llegado a descojonarme viéndome con algunas copas de más. Es la vida, que pasa de puntillas por delante de nuestras narices y por eso, en los momentos espejo, nos hablamos, nos puteamos y nos echamos en cara el no haber sido algo más valientes. También reímos, como digo, cuando está todo perdido.

Salir del baño en mis condiciones era toda una odisea. Había bebido demasiado y el daño era irreparable. Volví la mirada al espejo y recordé la escena de trainspotting en la que Renton, preso por el síndrome de abstinencia, buceaba en el fondo del wc. No me vi capaz de lanzarme al vacío, por lo que decidí salir. Había que hacer cuentas. Las siete mesas del pequeño antro estaban completas. En la barra, ellas cuatro y el camarero japonés. Cinco. Tenía que medir la distancia en metros para que los pasos pudieran estar medianamente sincronizados. Pensé que lo mejor era fijar la mirada en mis zapatillas. Eso es. Así lo haría. Saldría cabizbajo y nadie notaría nada. Dos pasos después, había perdido la cuenta. La distancia variaba según iba acercándome a mi asiento y el camarero, que intentaba seguir mi evolución, sonreía ante la fría escena.

Abrí los ojos al mismo tiempo que pude abrir la puerta del baño. El pomo, que dejaba encajada una parte de la cerradura, me hizo perder la cuenta y lanzarme al abismo en una salida que se me hizo difícil. No sé qué licor era el que había tomado, pero estaba seguro que no era la ginebra europea que nos ofrecieron al entrar. La cabeza me daba vueltas y sólo podía distinguir la música entre las carcajadas del resto de clientes. Sin apenas controlar mis pasos, pude llegar a la barra, sentarme y pedir algo que me hiciera despertar. De nuevo, la sonrisa del camarero brilló y sacó una nueva botella. Con cierta facilidad alargó el chorro hasta mi vaso y sin dejar derramar una sola gota cerró el tapón y devolvió ese veneno embotellado a su estante. Me temía lo peor. Antes de dar el primer sorbo al líquido mejunje fui consciente de que me habían dejado solo. Era de esperar.

La soledad sigue siendo una de las constantes de mi vida. Y eso que lo intentaba, me esforzaba, pero terminaba viéndome solo en cada situación. Tokio no iba a ser menos. Lo peor es que estas cosas ya no me preocupan. Puedo seguir adelante, recomponerme de forma espectacular en segundos, recoger mis pedazos y marcharme con la música a otra parte. La soledad era lo de menos. Lo de más, quizá, fuera la forma de salir entero de ese antro. Cuando me decidí, la maldita radio volvía a silenciar el ambiente. Comenzaba a sonar Alone in Kyoto y fue entonces cuando volví a acomodarme en el taburete. Tomé de un trago el contenido de mi vaso y le pedí otro al camarero. Mientras me servía, volví la mirada hacia la calle. El tráfico había desaparecido y al contrario de lo que pensaba, Tokio sí que duerme.

Llegados al punto, hay que decir que no era la idea de viaje que habíamos planteado hacía apenas un mes. Se trataba de conocer el lugar, sus gentes e intentar una utópica amalgama con sus costumbres, sus espacios, sus rincones. Ser uno más en sus calles y fingir que Tokio podría ser nuestro 'muy especial destino'. Así lo hablamos en aquella habitación de hotel. Estábamos recién llegados a Madrid y antes de acabar con el minibar ya habíamos reservado el vuelo. Fue todo tan rápido. A decir verdad, era la única forma de dar el sí quiero a vivir un puñado de horas de mi vida metido en un avión. El ron y la ginebra hicieron el resto. Y eso que nunca entendí el porqué de beber como si fuera la última noche en cada ocasión. Como si el mundo acabara después de ese trago. Así ha sido siempre y así fue también esta vez a pesar de los diez mil kilómetros de distancia.

Cuando volví en mí ya tenía el vaso vacío. No sabía si me lo había bebido o se había evaporado. Por si acaso fuera la segunda opción, pedí que me llenaran y la cuenta, que no me gusta dejar a deber en ningún sitio. En la penúltima no hubo vacilación, acabó rápido, pagué con un puñado de monedas y volví a la calle. El escaso tráfico hacía asegurarme de que no estaba solo. Miraba a mi alrededor y no había más rastro humano que el que podía divisarse a lo lejos al encender o apagar esa luz del fondo. No tenía dónde ir. No sabía dónde ir. Estaba perdido, solo y borracho. Muy borracho. Hacía frío y había comenzado a llover.

[UNA FICCIÓN DE JUAN MORALES]

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