Crónica de la vida del espécimen veraniego
Si el verano no es lo tuyo, lo pasas mal con el calor y las bebidas frías te dan dolor de garganta, lo sentimos por ti. Los meses de junio, julio y agosto nos hacen recordar que ya está aquí la época del baño, los bañadores, espetos, tinto con casera y las chanclas cangrejeras que evitábamos en su época.
Y los hay con suerte. Existe, a día de hoy, ese espécimen que ve activado su reloj biológico en la época estival. Funciona sólo con los rayos del sol, que bien evita cada día bajo el cañizo o toldo de cualquier chiringuito de la costa.
Se levanta bien tarde, casi a la hora de la cañita, para no perder la costumbre, que se toma de camino a la playa en el primer bar con el que tropiece. Pasa ya más de una hora del mediodía y el simple gesto de estirar la toalla sobre la arena ya le produce sed. Una sensación desagradable que le hace apresurarse al camaremo de playa y solicitarle son apremio otra 'fresquita'.
Con la mente algo nublada, decide darse el primer chapuzón del día. Y no lo hace por calor, que conste, porque las frigorías de la cerveza ya le dejan bien refrescado el cuerpo. Se trata de evitar que el daño cerebral vaya a más por el alcohol y pueda seguir trabajando el codo durante horas.
Desde ese momento y hasta las tres y media de la tarde ya no abandona su puesto en la barra fija del merendero. Lo delatan sus chanclas de suela desgastada, el bañador meyba y la camiseta del mundobásket del '86, un clasico con el que cortó en su época oreja y rabo. Del cuello le cuelga una especie de canuto con la publicidad de Seven-Up donde guarda sus pertenencias, que vienen a ser dos llaves, algunos billetes de cinco euros y seis o siete monedas entre las que suele dejar veinte duros de la época, por eso de que nunca le falte.
Cuando la familia se une a él en el chiringuito, apenas puede reconocer a su madre. Esta buena mujer que ha vivido sus andanzas veraniegas desde que acabó Barrio Sésamo, sabe que como no lo ayude del brazo puede tropezar. Con sosiego y precisión milimétrica, logra sortear sillas, mesas y sombrillas de playa sin tropezar hasta caer a plomo en una silla de color rojo del extremo de una mesa que le toca presidir. Pide lo de siempre. ¡Dos espetos!, que hoy vengo ligero. Se toca la barriga con sus finos brazos y sonríe a la vez que baja la cabeza cuando papá le hace ademán de bajar la voz y le insulta con la mirada.
Cuando engulle los espetos y deja sin cerveza al personal se levanta y camina despacio hacia el servicio. La mañana está siendo dura y ya no le entra ni el café. Por no querer hoy no querrá ni la copa, que deja para más tarde. Deja a la familia bajo el toldo y pone rumbo a su inédita toalla de playa, estirada, impoluta, bajo su sombrilla de Kas que le regalaron por comprar una caja de latas cuando patrocinaban el equipo ciclista.
Tres horas de siesta dan lugar a un pseudo coma en el que nada ni nadie fue capaz de reanimarle. Y eso que por su lado pasó toda una legión de niños con pelota, adolescentes de pala y algún que otro vendedor de refrescos. No asomó ni el ojo para atisbar un horizonte que dibujaba la típica escena del verano más familiar de Torre del Mar.
Sus padres, que acabana de recoger hasta la última bolsa y colilla que había dejado fuera del perímetro de su toalla, dieron el toque para que se levantara, pusiera la toalla en el hombro y enfilara más fresco que una lechuga el camino hacia el piso de alquiler. Casi las nueve de l anoche y tocaba de nuevo comer. Le esperaban plásticos llenos de embutidos. Grasas de toda clase y pan del día para comer algo y volver ala calle. Era la comida que se tomaba más en serio, puesto que no sería la primera vez que la noche se complicara y siempre es mejor con el estómago lleno.
¿Sales hoy? Eso ni se pregunta, mamá. La última palabra la dijo cerrando la puerta. Porque salía todos los días. Sin excepción. Antes, cuando había cine de verano, controlaba su saber estar hasta pasada la media noche. Pero ahora es imposible. El calor hace insoportable el hecho de sentarse en una terraza y estar sin beber un trago. Se lo pide de cerveza, en tubo. Bien fresquito, lo va imaginando hasta que se pasa al wisky. Así, como el que no quiere la cosa, termina con el cacharro en mano y aguantando estoicamente mientras que tararea los litros de alcohol de Ramoncín.
Va muy afectado. Hace rato que dejaron de pinchar las canciones de los ochenta y el ambiente ha cambiado para mal. Al menos es lo que él cree, porque es lo mismo de ayer, de antes de ayer y de siempre. El bucle que le da la noche segundos antes de caer al suelo sumido en un coma etílico. Justo antes de ese momento decide volver a casa. Le pitan los oídos, se le han derretidos los hielos y los amigos hace rato que se marcharon. La noche le confunde y va a tientas hacia su antiguo piso de alquiler, céntrico y a la vista de todos. Terrible entrada por el arco de la puerta, golpe incluido, todos despiertos, el perro ladrando y caída de boca a la cama. Es la crónica de una muerte anunciada para que al día siguiente todo vuelva a ser igual.
Y así un verano. Y otro. Muchos veranos desde el 83. A las faldas de una familia que no se cansa de verlo como el niño ese que no quería estudiar y que se pasa el año esperando su disfrute veraniego a modo de rutina macabra que lo hace un privilegiado de esas vidas de las que y ano quedan.